Las mujeres llevamos milenios siendo humilladas y agredidas sistemáticamente por hombres amparados en su situación de poder (físico, económico, político...). Hombres que se imponen sobre nuestra voluntad y nuestros cuerpos sabiendo que el sistema juega a su favor.
Hemos vivido en silencio esas situaciones porque hablar (en ese pacto implícito que compartimos las mujeres y los hombres y que se llama patriarcado) situaba a la mujer en un estado de profunda vulnerabilidad haciéndola cargar con el peso de la culpa y la vergüenza íntima y social.
El otro mecanismo de control y mantenimiento de los abusos era la generalizada sospecha de la palabra de la víctima. La falta de empatía con la víctima, los juicios morales y la necesidad de distanciarse emocionalmente, nos hacían a todos y todas cómplices del agresor. Todos y todas verdugos de la mujer que se atrevía a levantar su voz.
Era necesario hablar para que este mecanismo diabólico de violencia, silencio complice del entorno y vergüenza y culpa para la víctima salieran a la luz.
Eso es lo importante del #metoo (más allá de las caras famosas): que ha iluminado la podredumbre de las relaciones dejando al descubierto a los cómplices necesarios: todos y todas las demás.
Hermana, yo sí te creo.
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