Para mi, a mis 42 años, la sexualidad es más un proceso que una meta; un sentir, más que un querer; más cíclica que lineal. Entiendo la sexualidad como un proceso cambiante, cíclico y mutable que incluye el sexo y la maternidad, mis ciclos biológicos, mis reflexiones culturales y las circunstancias vitales. Mi sexualidad está hecha de hormonas y de pensamiento, de emociones y deseos, de permisos y apertura. La comprendo como un largo y profundo viaje, desde los impulsos adolescentes y la desconexión cultural, hasta la vivencia integrada de mi cuerpo con todo el potencial que se adivina en ella.
En nuestra cultura, el cuerpo, esa maravillosa herramienta para vivir la experiencia humana, se encuentra escindido de la persona que creemos ser. Lo hemos dejado fuera de la toma de decisiones y somos capaces de vivir experiencias sin estar presentes en él. Una manera de funcionar que nos causa extrañeza de nosotras mismas y nos aleja de la potencialidad gozosa y placentera de la existencia. En nuestra cultura (tan visual) el cuerpo sexual ha de ser un cuerpo físico joven y perfecto para lanzarnos al placer y provocar deseo en los demás. Nada más lejos de la realidad.
Habitar mi cuerpo, a los 42 años y dos maternidades, ha supuesto un proceso que, no solo no teme al tiempo, sino que se alía con él para permitirnos experimentar más placer, goce y alegría. Y es que las mujeres, a según qué edad, deberíamos hablar abiertamente de nuestra sexualidad. Para derribar mitos y allanar el camino de las que vienen detrás. No temáis envejecer. No es el tamaño de las tetas o su turgencia, ni la inexistencia de celulitis o manchas en la piel, lo que te hará gozar y hacer gozar a tu pareja. No hay nada más electrizante que abrirte por completo al placer, que desnudar el alma, que permitirte Ser y Sentir.
¡Feliz placer!
¡Feliz placer!
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